Desperté en una ciudad desierta, al principio no la
reconocí, tan fría, tan silenciosa, pero pronto caí en la cuenta, era mi
ciudad, en la que me había criado, dónde viví mis primeros amores y mis
primeras decepciones, en la que después formé una familia y finalmente hallé mi
desenlace dramático de la mano del cáncer de colon. Recuerdo que pensé que si
la eternidad era eso, no podría imaginar nada peor. Pero sí que lo había. Antes
de tener tiempo de acostumbrarme, los guardianes del paraíso vinieron a por mí,
me sacaron de la sala de espera y me insertaron en mi “edén” particular.
Nunca creí que morirse sería así. Estar atrapado en
tu propia vida, sin poder vivirla. Pasar día tras día caminando sin rumbo,
entre todo aquél que alguna vez, significó algo para ti, sin que nadie notase
tu presencia.
Cada amanecer, con mortuoria monotonía comienza la
jornada. Sin que le haya dado tiempo a caer del todo a la anterior se desprende
ante mí una nueva hoja del calendario. Es un nuevo día, pero parece ser siempre
el mismo.
Sentado en el marco de la ventana veo como la
oscuridad de la noche deja poco a poco paso a la claridad del alba. Los
primeros rayos de sol se reflejan en la mejilla de mi esposa, que luce tan
bella como hace años, cuando la conocí. Aquella tarde de verano, en la feria,
una pequeña tormenta nos sorprendió, todo el pueblo comenzó a correr en busca
de refugio, pero ella se quedó allí recibiendo la lluvia como un regalo y
esperando a que la luz volviera a iluminarnos. Yo me quedé mirándola, no podía
hacer otra cosa, aunque hubiera sido el peor de los diluvios, yo habría
esperado a su lado, su mirada tenía eso, inspiraba confianza, si ella creía que
el sol volvería es que lo haría. Pasó lo mismo con mi enfermedad, aunque se
equivocó y finalmente no me recuperé, su mirada me dio esperanza y en ningún
momento tuve miedo porque ella permaneció a mi lado.
A las siete de la mañana suena el despertador. No es
una alarma histriónica, está programado para que lo primero que oigamos sea RNE
y es por eso que la voz familiar del periodista Juan Ramón Lucas es la que me
abstrae de mi profundo ensimismamiento y despierta a mi mujer de su placido
sueño. Se levanta y va a las habitaciones de los críos, los despierta con
dulzura. Yo la sigo a pocos pasos de distancia, observo todos sus movimientos,
como si tuviera que aprenderlos de memoria, como si en cualquier momento
pudiera desaparecer ante mis ojos y solo me fueran a quedar los recuerdos para
tenerla conmigo.
Se arreglan para seguir viviendo su vida. Un día
decido seguir a mi hija mayor a la universidad, al siguiente voy con Hugo al
instituto, otro voy con los gemelos a la guardería. Pero la mayor parte del
tiempo lo paso con mi mujer, Lola, en casa, la noto, tan sola. Ella va
limpiando la casa, sale a comprar, no hace nada especial.
Hoy he notado algo diferente. Mi mujer no ha dejado
sonar la radio una vez se ha despertado. No sé muy bien el motivo, pero en
seguida me ha venido a la mente que podría ser porque le recordaba mi ausencia.
Más que el hecho de que ya no estuviera con ella, el que si pudiera sentirme
presente de algún modo. Se ha sentado frente al espejo y ha empezado a
maquillarse. Hacía tiempo que no quería sentirse guapa, aunque para mí, siempre
estuviera perfecta. Después de dejar a nuestros hijos en sus respectivos
destinos no ha vuelto a casa. En un principio, he supuesto que tendría algo que
hacer, pero se me ha roto el corazón, ese mismo que ya no late en mi pecho,
cuando he comprobado que ha quedado con otro hombre, uno de nuestros mejores
amigos. He estado prácticamente acechándola, queriendo que siga por siempre
cerca de mí y no me he percatado de lo mucho que se había alejado ya.
Todo el mundo continúa sin mí, yo no puedo
reprocharles nada, pero tampoco puedo evitar sentirme prisionero en mi propio
cielo.
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