Esperaba con pavor el momento. Ocurría dos veces por
semana. Los martes antes del primer recreo y los jueves una hora antes de irnos
a casa. Cuando sonaba el timbre que anunciaba que empezaba la hora de educación
física en el instituto, todos mis compañeros salían disparados hacia el
gimnasio. Algunos pasaban a mi lado casi sin notar mi presencia, otros en
cambio aprovechaban el tumulto para obsequiarme con alguna colleja o golpe
furtivo. Yo siempre me quedaba al final del grupo, como esperando el milagro de
última hora que acabara con la clase de ese día, pero nunca pasaba nada.
La hora se sucedía entre insultos por aquí y
empujones por allá, nada fuera de lo normal. Tocara el deporte que tocara,
continuamente me elegían el último. Si tenía suerte, éramos impares y podía
descansar en el banquillo leyendo el cómic que siempre llevaba doblado en el
bolsillo trasero del pantalón. Pero de la ducha no me libraba. El profesor
Carles, estaba esperándonos en la puerta de los vestuarios pasando lista para
que nadie se escaqueara. No quería que la profesora de inglés, la señorita
Watson, con la que teníamos clase los martes, tras la suya, se quejara del olor
y ya de paso tampoco los jueves, porque así nos íbamos ya bien limpitos a casa.
Intentaba quedarme solo y ducharme a toda prisa
cuando el vestuario estuviera vacío, pero mis compañeros me decían que si era
“marica”, porque estaba ahí mirándoles, aunque yo no levantara la mirada del
suelo. También me insultaban cuando intentaba ducharme estando ellos delante,
“sarasa”, “bujarón”, “enfermo”…y un largo etcétera. Pero eso no era lo peor.
Cuando se cansaban de las simples palabras, entraban en acción. Mientras varios
de mis compañeros me sujetaban para que no me moviera ni hiciese ruido, otros
me pegaban con toallas mojadas. Cuando terminaban, salían del vestuario riendo
y festejando la victoria, como si hubieran estado jugando a cualquiera de los
deportes de equipo que yo sabía que fuera del instituto practicaban juntos. Yo
me quedaba tirado en el frío suelo de azulejos. Después de las primeras veces
ya ni lloraba y ellos al ver que resistía más cambiaron pronto las toallas por
los puños.
En casa, mi madre me notaba raro, apenas comía, me
despertaba gritando en mitad de la noche y bañado en sudor frío. Un par de
veces entré en el baño decido a quitarme la vida, para mi era una misión
imposible pasar el día en el instituto, no veía otra opción. No entendía porque
me odiaban. ¿Por ser diferente? Pero no lo hice. Mi hermano llamaba a la puerta
siempre en el momento justo y me pedía que saliera cuanto antes con cualquier
excusa. No sé si sabía lo que yo pretendía, pero me salvó la vida.
Un día frente a la puerta del vestuario me armé de
valor y dije “NO”. Dije no a entrar, dije no a quedarme a solas con mis
maltratadores y no a quedarme callado. Dije no a tener miedo. Le conté todo lo
que había estado pasando al profesor Carles y este me acompañó a dirección.
También lo conté en casa y decidimos que nos mudaríamos, porque a todos nos vendría
bien un cambio de aires, más sabiendo que podría encontrarme a esos chicos por
la calles, aunque hubieran sido expulsados.
Hoy en día soy Psicopedagogo en un instituto y al
comienzo de cada curso doy una charla sobre “bullying” en cada aula y les digo
a los alumnos que no tengan miedo, les cuento mi historia y nunca olvido
mencionar que mi puerta siempre está abierta si hay algo que quieran contarme.
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